No es costumbre que nadie nazca con unos ojos tan verdes, ni un pelo tan rojo, ni un alma tan curtida en esta yerma tierra, pero así fue. Era uno de esos incómodos días de Octubre en donde las nubes cargadas de iracundas gotas sitiaban el cielo de la urbe, mientras esperábamos impaciente que soltasen todo su devastador tonelaje. Y la primera gota la hizo gritar y todas las nubes acobardadas ante esa masa de piel, sangre y polvo que se avecinaba, huyeron en bandada para no volver.
La vi nacer. Yo tampoco era más grande que la mochila que llevaba Alí todo los días al colegio, pero recuerdo demasiadas cosas de aquel día, como esa incesante procesión de regalos, flores y globos que tanto extenuaban a su madre, mientras ella con ese aire de soberbia, con los ojos abiertos de par en par, se dedicaba a mirar y a juzgar a todas aquellas almas que hubiesen osado enturbiar su paz y el de los brazos que la acunaban.
Alí dice que nunca la vio llorar, que todo lo solucionaba a base gritos, aunque estos fuesen mudos. Cuando estaba cabreada te miraba, fijaba su vista en tu misera pupila y podías ver esa alma victoriosa en mil batallas y todas esas fieras que encadenadas en esa espiral de llamas estaban a punto de asediarte, de desgarrarte, de acabar con tu misera existencia. No había quien la dijese nada, ni aquel barbudo osó exigirla que se pusiera el velo.
Era curioso verla arrastrar esa falda con esa desidia, con esa desgana e insolencia, sin zapatos, sin pañuelo, viendo como ondeaba su pelo al viento. Cuando el invierno acababa y el fulgor volvía a asolar la ciudad, jurabas verla arder. A cada paso hacia más desierto, el desierto. Decían que era una bruja, una enviada de Satán, que nadie que naciese con el pelo tan rojo y unos ojos tan verdes podía ser humana.
Pero toda mujer crece, toda, por muy rojo que tenga el pelo, por muy verdes que sean sus ojos y por muy indómita que sea su alma y cuando creces, de esa yerma tierra brotan inmensas florestas de barrotes.Yo me fui, mucho antes de que esto pasará, pero Alí lo escribió en una carta que deje que su pelo devorará. Un día la quisieron casar. No era un gran hombre, uno de esos paletos que se dedican a dejarse barba y a rezar sus cinco oraciones diarias. No sabia más de aquello que le habían contado los hayyis del pueblo, ni siquiera sabia leer y le querían casar con la mismísima Leviatán. Pensé que nunca abandonaría el desierto, pensé que sus pies se habían anclado a esas dunas que tanto visitaba, que su alma la pertenecía a la Luna de tanto mirarla y que su aliento era uno con la brisa vespertina. El abuelo siempre decía que nosotros no somos hijos de nadie, que ninguna tierra jamás será la nuestra, que somos los eternos errantes. Pensaba, cada vez que la veía una con el polvo, que esta vez se equivocaba. Iluso de mi...
Se llevo la única mula de la abuela. Fue una noche en la que la dunas se aplanaron, en la que la brisa se marchito de añoranza y la luna azarosa se escondió y no volvió a salir. Los hayyis siguieron la estela de los cascos, hasta que decidieron que la arena la había devorado. No se supo mas de aquella cuyos ojos terminaron con el poder de los hombres. A veces me la imagino, vagando por Lot, lejos de la tumba del santo y de la temible ciudad del polvo, despidiéndose de cada grano arena, de cada mota de polvo, de cada insecto y palmera y me pregunto si fueron sus lágrimas las que tras tantos años devolvieron de nuevo la lluvia a la ciudad.
"Ella dice que deberían llegar a vivir como lo hacen,
con el cuerpo cansado en un desierto"